Y tú pensarás, mientras corres a coger ese tren en el que no sabes si entrarás porque está lleno de gente: –– Si, si, menuda oportunidad me ha preparado mi empresa––.
Nada más incorporarte de las vacaciones el bombazo: la empresa ha decidido invertir en un nuevo software. Uno que unifique todos los que conviven en la organización actualmente, además de los ficheros Excel que habitan en el ordenador de cada usuario de la empresa. Tu jefe os ha reunido para contaros la “buena nueva” y entre las justificaciones del cambio se encuentran la de reducir tiempos, la de la automatización de procesos, bla, bla, bla… después del segundo motivo dejas de escuchar. Un sudor corre por tu espalda, desde el estómago comienza a subir la impotencia, se queda en la garganta porque no puedes decir lo que piensas en alto, miras a tus compañeros para ver si en sus rostros puedes reconocer el mismo miedo que debe reflejar el tuyo.
Empiezas con los reproches, pero claro en bajito, para ti mismo, para que no se puedan oír en ese momento:
Y así has estado toda la reunión, pensado en la mala suerte que te acompaña este año.
Esa es la actitud que solemos adoptar ante los cambios. No los vemos como un reto, como otra forma de aprender a trabajar, como un regalo para el futuro, (quién sabe dónde te encontrarás en 3 años), a lo mejor este nuevo software te abre las puertas de un nuevo empleo o de crecer en tu propia compañía.
Y ahora, si eres sincero contigo mismo…
El esfuerzo que vas a realizar seguramente no esté pagado a corto plazo, pero ahora tienes el conocimiento de algo que ayer no tenías, vas a adquirir habilidades que desconocías, vas a interaccionar con personas de tu empresa que pensabas no sabían sonreír.
Si luchas contra lo irremediable, tu cuerpo se va a revelar, enviándote señales en forma de enfermedad, seguro que ya te has encontrado con algún mensajito: dolor de estómago, jaquecas, dermatitis…
Lidia De la Rosa, Generadora de Salud Emocional